El 30 de marzo, a las 7:30 pm, el Papa Francisco presidió, en la Basílica de de San Pedro, la Solemne Vigilia Pascual, en la ‘Noche Santa’; el rito inició en el atrio de la Basílica con la bendición del fuego nuevo y la preparación del Cirio Pascual -que simboliza a Cristo Resucitado, Alfa y Omega, ‘Luz’ que disipa las tinieblas del pecado del mundo-, por parte del Santo Pontífice (Fuentes: OPSS, Vatican Media, Vatican News y Dicasterio de Comunicación).

Tras ser encendido, el Cirio fue trasladado poco a poco anunciado a “Cristo Luz del Mundo”, la procesión fue avanzado rumbo al Altar, poco a poco la llama fue compartida con los fieles.

Después de que el Cirio Pascual fue colocado en su puesto, inició el canto del Pregón Pascual o ‘Exultet’, tras lo que continuó la liturgia de la Palabra y posteriormente la liturgia Bautismal, en el curso de la cual el Papa administró el Sacramento de la iniciación cristiana a 8 neófitos.

El Papa destacó en su homilía lo brumador, doloroso y confuso que resultó para las mujeres que fueron al sepulcro pues no tenían idea cómo moverían la enorme piedra, para concluir la preparación del cuerpo de Jesús; además había muerto aquel en quien habían puesto todas sus esperanzas; Él, a pesar de todo el bien que había hecho, curaciones y milagros, ayudado a los necesitados y rechazados, manifestando el "amor de Dios misericordioso, no había recibido misericordia" todo estaba hecho pedazos contra la lápida del sepulcro.

De ahí que el Sucesor de san Pedro comparará los hechos del aquel momento con los instantes difíciles cuando cada uno enfrenta la muerte e los seres queridos, o cunado todo parecen frenar e impedir el bien y la generosidad de que somos capaces, provocando la cerrazón del amor, ante los muros de egoísmo e indiferencia que parecen repeler la construcción de ciudades y sociedades más justas, o las ocasiones en que la paz es destrozada por la crueldad, el odio y la guerra.

Pero señala que, no obstante todo esto, ellas fueron testigos que la piedra fue movida y contemplaron la gloria de la Resurrección del Señor, del triunfo de la luz sobre las tinieblas, del renacer de la esperanza a pesar del fracaso. Así que les fue revelando este misterio divino, y el Santo Pontífice exhortó a los fieles a celebrar cantando la gloria de de Jesús haciendo alusión a un párrafo de la obra 'Dieu par la face nord' –‘Dios por la cara norte’- del Monje Benedictino Padre Jean-Yves Quelle, escritor y poeta originario de Bélgica quien fue prior del Monasterio de Saint-André de Clerlande del municipio de Ottignies-Louvain-la-Neuve, Bélgica

 

Homilía del Santo Padre:

Las mujeres van al sepulcro a la luz del amanecer, pero dentro de sí llevan aún la oscuridad de la noche. Aunque van de camino, siguen paralizadas, su corazón se ha quedado a los pies de la cruz. Su vista está nublada por las lágrimas del Viernes Santo, se encuentran inmovilizadas por el dolor, están encerradas en la sensación de que se ha terminado todo, y que el acontecimiento de Jesús ha sido ya sellado con una piedra. Y es precisamente la piedra la que está en el centro de sus pensamientos. Se preguntan: ‘¿Quién nos correrá la piedra de la entrada del sepulcro?’ (Mc 16,3). Cuando llegan al lugar, sin embargo, la fuerza sorprendente de la Pascua las impacta: ‘al mirar -dice el texto-, vieron que la piedra había sido corrida; era una piedra muy grande’ (Mc 16,4).

Detengámonos, queridos hermanos y hermanas, a considerar estos dos momentos, que nos llevan a la alegría inaudita de la Pascua: en primer lugar, las mujeres se preguntan angustiadas quién nos correrá la piedra, en segundo lugar, al mirar, ven que ya había sido corrida.

Para empezar -primer momento- está la pregunta que abruma su corazón partido por el dolor: ¿quién nos correrá la piedra del sepulcro? Esa piedra representa el final de la historia de Jesús, sepultada en la oscuridad de la muerte. Él, la vida que vino al mundo, ha muerto; Él, que manifestó el amor misericordioso del Padre, no recibió misericordia; Él, que alivió a los pecadores del yugo de la condena, fue condenado a la cruz. El Príncipe de la paz, que liberó a una adúltera de la furia violenta de las piedras, yace en el sepulcro detrás de una gran piedra. Aquella roca, obstáculo infranqueable, era el símbolo de lo que las mujeres llevaban en el corazón, el final de su esperanza. Todo se había hecho pedazos contra esta losa, con el misterio oscuro de un trágico dolor que había impedido hacer realidad sus sueños.

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Hermanos y hermanas, esto nos puede suceder también a nosotros. A veces sentimos que una lápida ha sido colocada pesadamente en la entrada de nuestro corazón, sofocando la vida, apagando la confianza, encerrándonos en el sepulcro de los miedos y de las amarguras, bloqueando el camino hacia la alegría y la esperanza. Son ‘escollos de muerte’ y los encontramos, a lo largo del camino, en todas las experiencias y situaciones que nos roban el entusiasmo y la fuerza para seguir adelante; en los sufrimientos que nos asaltan y en la muerte de nuestros seres queridos, que dejan en nosotros vacíos imposibles de colmar; los encontramos en los fracasos y en los miedos que nos impiden realizar el bien que deseamos; los encontramos en todas las cerrazones que frenan nuestros impulsos de generosidad y no nos permiten abrirnos al amor; los encontramos en los muros del egoísmo y de la indiferencia, que repelen el compromiso por construir ciudades y sociedades más justas y dignas para el hombre; los encontramos en todos los anhelos de paz quebrantados por la crueldad del odio y la ferocidad de la guerra. Cuando experimentamos estas desilusiones, tenemos la sensación de que muchos sueños están destinados a hacerse añicos y también nosotros nos preguntamos angustiados: ¿quién nos correrá la piedra del sepulcro?

Y, sin embargo, aquellas mismas mujeres que tenían la oscuridad en el corazón nos testifican algo extraordinario: al mirar, vieron que la piedra había sido corrida; era una piedra muy grande. Es la Pascua de Cristo, la fuerza de Dios, la victoria de la vida sobre la muerte, el triunfo de la luz sobre las tinieblas, el renacimiento de la esperanza entre los escombros del fracaso. Es el Señor, el Dios de lo imposible que, para siempre, hizo correr la piedra y comenzó a abrir nuestros corazones, para que la esperanza no tenga fin. Hacia Él, entonces, también nosotros debemos mirar.

Y ahora -el segundo momento- miremos a Jesús. Él, después de haber asumido nuestra humanidad, bajó a los abismos de la muerte y los atravesó con la potencia de su vida divina, abriendo una brecha infinita de luz para cada uno de nosotros. Resucitado por el Padre en su carne, que también es la nuestra con la fuerza del Espíritu Santo, abrió una página nueva para la humanidad. Desde aquel momento, si nos dejamos llevar de la mano por Jesús, ninguna experiencia de fracaso o de dolor, por más que nos hiera, puede tener la última palabra sobre el sentido y el destino de nuestra vida. Desde aquel momento, si nos dejamos aferrar por el Resucitado, ninguna derrota, ningún sufrimiento, ninguna muerte podrá detener nuestro camino hacia la plenitud de la vida. Desde aquel momento, ‘nosotros los cristianos decimos que la historia tiene un sentido, un sentido que abraza todo, un sentido que no está contaminado por el absurdo y la oscuridad, un sentido que nosotros llamamos Dios. Hacia Él confluyen todas las aguas de nuestra transformación; estas no se hunden en los abismos de la nada y del absurdo porque su sepulcro está vacío y Él, que estaba muerto, se ha mostrado como viviente’ (K. Rahner, Che cos’è la risurrezione? Meditazione sul Venerdì santo e sulla Pasqua, Brescia 2005, 33-35).

Hermanos y hermanas, Jesús es nuestra Pascua, Él es Aquel que nos hace pasar de la oscuridad a la luz, que se ha unido a nosotros para siempre y nos salva de los abismos del pecado y de la muerte, atrayéndonos hacia el ímpetu luminoso del perdón y de la vida eterna. Hermanos y hermanas, mirémoslo a Él, acojamos a Jesús, Dios de la vida, en nuestras vidas, renovémosle hoy nuestro ‘sí’ y ningún escollo podrá sofocar nuestro corazón, ninguna tumba podrá encerrar la alegría de vivir, ningún fracaso podrá llevarnos a la desesperación. Hermanos y hermanas, mirémoslo a Él y pidámosle que la potencia de su resurrección corra las rocas que oprimen nuestra alma. Mirémoslo a Él, el Resucitado, y caminemos con la certeza de que en el trasfondo oscuro de nuestras expectativas y de nuestra muerte está ya presente la vida eterna que Él vino a traer.

Hermana, hermano, deja que tu corazón estalle de júbilo en esta noche, en esta noche santa. Cantemos la resurrección de Jesús juntos: ‘Cántenlo, cántenlo todos, ríos y llanuras, desiertos y montañas (…) canten al Señor de la vida que surge desde la tumba, más brillante que mil soles. Pueblos destruidos por el mal y golpeados por la injusticia, pueblos sin tierra, pueblos mártires, alejen en esta noche los cantores de la desesperación. El varón de dolores ya no está en prisión, ha abierto una brecha en el muro, se da prisa por llegar hasta nosotros. Que nazca de la oscuridad el grito inesperado: está vivo, ha resucitado. Y ustedes, hermanos y hermanas, pequeños y grandes (…) ustedes en el esfuerzo de vivir, ustedes que se sienten indignos de cantar (…) que una llama nueva atraviese su corazón, que un frescor nuevo invada su voz. Es la Pascua del Señor -hermanos y hermanas- es la fiesta de los vivientes’ (Jean-Yves, Quelle. Dieu par la face nord, Ottignies 1998, 85-86).

Puede descargar el libro de la celebración a continuación:

 

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