Este 21 de Septiembre de 2025, XXV domingo del tiempo ordinario, a las 10 am -tiempo local de Roma-, el Papa León XIV presidió la Santa Misa en la Parroquia Pontificia de Santa Ana en el Vaticano, en su homilía destaca el Evangelio de San Lucas y la Primera Carta de San Pablo a Timoteo, enfatiza que nos se puede servir a dos amos al mismo tiempo, a ser sirve a Dios o la dinero, y nos llama a asumir una estilo de vida auténtico donde es mejor dar que recibir, destaca que Dios se abaja a mirar el cielo y la tierra, y atiende al pobre levantándolo de su miseria, destaca que debemos esta atentos a que esta inclinado nuestro corazón.


El Papa explica como Dios nos exhorta a evitar la tentación de poner nuestra confianza en los bienes materiales olvidándolo a Él y nos llama a dar, y a no usar la riqueza como medio de dominación a no comprar a los pobres con dinero, sino a ser solidarios y a proyectar una mejor sociedad. 

 

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A continuación, la homilía del Papa tras la proclamación del Evangelio:
“Queridos hermanos y hermanas:
Estoy particularmente contento de presidir esta Eucaristía en la Parroquia Pontificia de Santa Ana. Saludo con gratitud a los religiosos agustinos que prestan servicio aquí, en particular al párroco, p. Mario Millardi, así como al nuevo Prior General de la Orden, que nos acompaña hoy, padre Joseph Farrell; y también deseo saludar al padre Gioele Schiavella, quien recientemente celebró la venerable edad de ciento tres años.
Esta iglesia se encuentra en un lugar especial, que es también una clave para la pastoral que aquí se desarrolla: estamos en efecto, por así decirlo, "en la frontera", y delante a Santa Ana transitan casi todos los que entran y salen de la Ciudad del Vaticano pasan. Hay quienes pasan por trabajo, otros como huéspedes o peregrinos, quien con prisa, quien con inquietud o serenidad. ¡Ójala que cada uno pueda experimentar que aquí hay puertas y corazones abiertos a la oración, a la escucha y a la caridad!
A propósito, el Evangelio que acaba de ser proclamado nos provoca a examinar con atención nuestra relación con el Señor y, por tanto, entre nosotros. Jesús presenta una alternativa clarísima entre Dios y las riquezas, pidiéndonos que adoptemos una posición clara y coherente. ‘Ningún siervo puede servir a dos amos’, por lo tanto, ‘no se puede servir a Dios y al dinero’ (Cfr. Lc 16,13). No se trata de una elección casual, como tantas otras, ni de una opción que pueda analizarse con el paso del tiempo, según la situación. Se refiere a elegir un auténtico estilo de vida. Se trata de elegir dónde poner nuestro corazón, de aclarar a quién amamos sinceramente, a quién servimos con dedicación y cuál es realmente nuestro bien.
Por eso Jesús contrapone la riqueza a Dios: el Señor habla así porque sabe que somos criaturas indigentes, que nuestras vidas están llenas de necesidades. Desde que nacemos, pobres, desnudos, todos estamos necesitamos cuidados y afecto, de un casa, de alimento, de vestido. La sed de riqueza corre el riesgo de tomar el lugar de Dios en nuestros corazones, cuando creemos que nos salvará la vida, como piensa el administrador deshonesto de la parábola (Cfr. Lc 16,3-7). La tentación es esta: pensar que sin Dios aún podríamos vivir bien, mientras que sin riqueza estaríamos tristes y afligidos por mil necesidades. Ante la prueba de la necesidad, nos sentimos amenazados, pero en lugar de pedir ayuda con confianza y compartir en fraternidad, nos vemos llevados a calcular, a acumular, volviéndonos suspicaces y desconfiados de los demás.
Estos pensamientos transforman al prójimo en un competidor, en un rival, o alguien del cual sacar ventaja. Como advierte el profeta Amós, quienes quieren usar la riqueza como instrumento de dominación ansían ‘comprar a los pobres con dinero’ (Amós 8,6), explotando su pobreza. En cambio, Dios destina los bienes de la creación a todos. Nuestra necesidad como criaturas atestigua así una promesa y un vínculo, del cual el Señor se preocupa en primera persona. El salmista describe este estilo providente: Dios ‘se abaja para mirar al cielo y a la tierra’; Él ‘Levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre’ (Sal 113,6-7). Así se comporta el Padre bueno, siempre y con todos: no sólo con los pobres de bienes terrenales, sino también ante aquella miseria espiritual y moral que aflige a los poderosos como a los débiles, tanto a los indigentes como a los ricos.
La palabra del Señor, de hecho, no contrapone a los hombres en clases rivales, sino que impulsa a todos a una revolución interior, una conversión que comienza en el corazón. Entonces si abrimos nuestras manos: para dar, no para recibir. Entonces nuestras mentes estarán abiertas: para proyectar una sociedad mejor, no para conseguir y hacerse del mejor precio. Como escribe San Pablo: ‘Exhorto, primero de todo, que se hagan súplicas, oraciones, peticiones, acciones de gracias, por toda la humanidad, por los reyes y por todos los constituidos en autoridad (1 Tim 2,1). Hoy, en particular, la Iglesia reza para que los gobernantes de las naciones se liberen de la tentación de usar la riqueza contra el hombre, transformándola en armas que destruyen los pueblos y en monopolios que humillan a los trabajadores. Quienes sirven a Dios se liberan de la riqueza, pero quienes la sirven siguen siendo sus esclavos. Quienes buscan la justicia transforman la riqueza en bien común; quienes buscan el dominio transforman el bien común en presa de su propia avaricia.
Las Sagradas Escrituras arrojan luz sobre este apego a los bienes materiales, que confunde nuestros corazones y distorsiona nuestro futuro.
Queridos, les agradezco porque, en diversas maneras, cooperan para mantener viva la comunidad de esta parroquia y ejercen también un generoso apostolado. Los animo a perseverar con esperanza en un tiempo seriamente amenazado por la guerra. Pueblos enteros hoy están siendo aplastados por la violencia y, aún más, por una indiferencia descarada, que los abandona a un destino de miseria. Ante estos dramas, no queremos ser sumisos, sino anunciar con palabras y obras que Jesús es el Salvador del mundo, Aquel que nos libera de todo mal. Que su Espíritu convierta nuestros corazones para que, nutridos por la Eucaristía, supremo tesoro de la Iglesia, podamos ser testigos de la caridad y de la paz.

(Fuentes: OPSS, Vatican News, Vatican Media y Dicasterio para la Comunicación)

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