El 7 de septiembre de 2024, en el marco de su 45º Viaje Apostólico, el Papa Francisco se hizo presente en el Santuario de María Auxiliadora en Port Moresby, Papúa Nueva Guinea. Para presidir el Encuentro con los obispos de Papúa Nueva Guinea y de las Islas Salomón además con sacerdotes, diáconos, personas consagradas, seminaristas y catequistas

En su discurso puso de manifiesto su contento por estar en un Santuario Diocesano dedicado a María Auxiliadora y enfatizó “Los salesianos saben hacer bien las cosas”, destacó que él mismo había sido bautizado en la parroquia de la misma advocación en Buenos Aires y recordó a Don Bosco, su amor a María y como a Ella le cumplió la promesa de construir su “Casa” de donde saldría la Gloria de la Santísima Virgen.

El Santo Padre resaltó tres aspectos que se la historia del arrojó y valor de Don Bosco que sirven para los cristianos y misioneros de hoy: la valentía de empezar, la belleza de existir y la esperanza de crecer.

Discurso del Santo Padre:

Queridos hermanos y hermanas, buenas tardes.

Los saludo a todos con afecto, a los obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, seminaristas y catequistas. Agradezco las palabras del Presidente de la Conferencia Episcopal, así como los testimonios de James, Gracia, sor Lorena y don Emmanuel.

Estoy contento de estar aquí, en esta hermosa iglesia salesiana. Los salesianos saben hacer bien las cosas. ¡Los felicito! Este es un Santuario diocesano dedicado a María, Auxilio de los cristianos; María Auxiliadora —yo fui bautizado en una parroquia de María Auxiliadora en Buenos Aires—, un título tan querido por san Juan Bosco; o María Helpim, como ustedes cariñosamente la invocan aquí. Cuando, en 1844, la Virgen inspiró a don Bosco la construcción de una iglesia en su honor, en Turín, le hizo esta promesa: “Aquí está mi casa, desde aquí saldrá mi gloria”. La Virgen le prometió que, si tenía el arrojo de empezar a construir aquel santuario, le sobrevendrían gracias abundantes. Y así sucedió: la iglesia se construyó y es estupenda, ¡aunque es más linda la de Buenos Aires!, y esta iglesia se ha convertido en un centro de irradiación del Evangelio, de formación de los jóvenes y de caridad; en un punto de referencia para muchas personas.

Así pues, este hermoso santuario en el que nos encontramos, inspirado en esa historia, puede ser un símbolo también para nosotros, sobre todo si hacemos referencia a tres aspectos de nuestro camino cristiano y misionero, como lo han resaltado los testimonios que hemos escuchado: la valentía de empezar, la belleza de existir y la esperanza de crecer.

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Primero, la valentía de empezar. Los constructores de esta iglesia comenzaron la obra haciendo un gran acto de fe, que dio sus frutos, pero que sólo fue posible gracias a otros muchos inicios valientes de sus predecesores. Los misioneros llegaron a este país a mediados del siglo XIX y los primeros pasos de su labor no fueron fáciles; de hecho, algunos intentos fracasaron. A pesar de eso no se rindieron, sino que con gran fe y celo apostólico continuaron predicando el Evangelio y sirviendo a sus hermanos y hermanas, recomenzando muchas veces a partir de los fracasos y pasando por muchos sacrificios.

Así nos lo recuerdan estos vitrales —que ahora no se ven porque es de noche—, a través de los cuales la luz del sol nos sonríe en los rostros de los santos y beatos: mujeres y hombres de todas las procedencias, vinculados a la historia de su comunidad, como Pedro Chanel; Juan Mazzucconi y Pedro To Rot, mártires de Nueva Guinea; y luego Teresa de Calcuta, Juan Pablo II, María de la Cruz MacKillop, María Goretti, Laura Vicuña, Ceferino Namuncurá, Francisco de Sales, Juan Bosco y María Dominga Mazzarello. Todos hermanos y hermanas que, de distintas maneras y en tiempos diferentes, comenzando y recomenzando tantas veces obras y caminos, han contribuido a llevar el Evangelio entre ustedes, con una riqueza multicolor de carismas, animados por el mismo Espíritu y por la misma caridad de Cristo (Cfr. 1 Co 12,4-7; 2 Co 5,14). Gracias a ellos, a sus “salidas” y “recomienzos”,—los misioneros son mujeres y hombres “en salida”, y cuando regresan “vuelven a salir”. Esta es la vida del misionero, salir y volver a salir—, es gracias a ellos que estamos aquí y, aun a pesar de los desafíos que no faltan hoy en día, seguimos adelante, sin miedo, —no estoy seguro que sea siempre sin miedo—, sabiendo que no estamos solos, porque es el Señor quien actúa en nosotros y con nosotros (Cfr. Ga 2,20), haciéndonos —como a ellos— instrumentos de su gracia (Cfr. 1 P 4,10). Esta es nuestra vocación, ser instrumentos.

En este sentido, y a la luz de lo que hemos escuchado, quisiera indicarles un rumbo importante hacia el cual dirigir sus “salidas”: el de las periferias de este país. Me refiero en concreto a las personas de los sectores más desfavorecidos de las poblaciones urbanas, así como a aquellas que viven en las zonas más remotas y abandonadas, donde a menudo falta lo indispensable. Pienso también en las personas marginadas y heridas, tanto moral como físicamente, a causa de los prejuicios y las supersticiones, en ocasiones, hasta el punto de arriesgar la propia vida, como nos lo recordaban James y sor Lorena. La Iglesia quiere estar particularmente cercana a estos hermanos y hermanas, porque en ellos, Jesús está presente de un modo especial (Cfr. Mt 25,31-40), y donde está Él —nuestra cabeza— allí estamos también nosotros, que pertenecemos al mismo cuerpo, ‘[el cual] recibe unidad y cohesión, gracias a los ligamentos que lo vivifican y a la acción armoniosa de todos los miembros’ (Ef 4,16).Y por favor, no olviden: ¡cercanía, cercanía! Ustedes saben que las tres actitudes más bellas son la cercanía, la compasión y la ternura. Si una consagrada o un consagrado, un sacerdote, un obispo, los diáconos no son cercanos, no son compasivos y no son tiernos, no tienen el Espíritu de Jesús. No olviden esto: cercanía, compasión, ternura.

Y esto nos conduce al segundo aspecto, la belleza de existir. Esta se puede ver simbolizada en las conchas de kina con las que está decorado el presbiterio de esta iglesia, y que son signo de prosperidad. Las conchas nos recuerdan que, aquí, el tesoro más hermoso a los ojos del Padre somos nosotros, acurrucados en torno a Jesús, bajo el manto de María y unidos espiritualmente a todos los hermanos y hermanas que el Señor nos ha confiado y que no han podido venir; todos animados por el deseo de que el mundo entero conozca el Evangelio y de compartir con nosotros la fuerza y la luz.

James preguntó cómo se transmite el entusiasmo de la misión a los jóvenes. No creo que haya “técnicas” para esto. Sin embargo, una forma comprobada es la de cultivar y compartir con ellos nuestra alegría de ser Iglesia (Cfr. Benedicto XVI, Homilía en la Misa de Inauguración de la V Conferencia general del Episcopado latinoamericano y del Caribe, Aparecida, 13 mayo 2007), de ser un hogar acogedor hecho de piedras vivas, escogidas y preciosas, colocadas por el Señor unas junto a otras y cimentadas por su amor (Cfr. 1 P 2,4-5). Así pues, como nos lo ha recordado Grace al evocar la experiencia del Sínodo, si nos estimamos y nos respetamos unos a otros, y si nos ponemos al servicio de los demás, podemos mostrarles a ellos, y a cualquier persona que nos encontremos, lo hermoso que es seguir juntos a Jesús y anunciar su Evangelio.

La belleza de existir, por tanto, no se experimenta tanto en los grandes acontecimientos y momentos de éxito, sino más bien en la lealtad y el amor con que nos esforzamos por crecer juntos cada día.

Y así llegamos al tercer y último aspecto, la esperanza de crecer. En esta iglesia encontramos una interesante “catequesis en imágenes” del paso del Mar Rojo, con las figuras de Abraham, Isaac y Moisés: patriarcas fecundos por la fe, que por haber creído recibieron como don una descendencia numerosa (Cfr. Gn 15,5; 26,3-5; Ex 32,7-14). Y este es un signo importante, porque también a nosotros nos anima hoy a confiar en la fecundidad de nuestro apostolado, a seguir sembrando pequeñas semillas de bien en los surcos del mundo. Parecen acciones minúsculas, como un granito de mostaza, pero si tenemos confianza y no nos cansamos de esparcirlas, brotarán por la gracia de Dios, darán una cosecha abundante (Cfr. Mt 13,3-9) y producirán árboles capaces de dar cobijo a las aves del cielo (Cfr. Mc 4,30-32). Lo dice san Pablo, cuando nos recuerda que el crecimiento de lo que sembramos no es obra nuestra, sino del Señor (Cfr. 1 Co 3,7), y nos lo enseña nuestra Madre la Iglesia, al enfatizar que, incluso a través de nuestros esfuerzos, es Dios ‘quien hace que su Reino venga a la tierra’ (Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 42). Por consiguiente, sigamos evangelizando, con paciencia, sin dejarnos desanimar por las dificultades y las incomprensiones, ni siquiera cuando éstas surjan donde menos quisiéramos encontrarlas; por ejemplo, en la familia, como hemos escuchado.

Queridos hermanos y hermanas, agradezcamos juntos al Señor por la forma en que se va arraigando y difundiendo el Evangelio en Papúa Nueva Guinea y en las Islas Salomón. Sigan así su misión, como testigos de la valentía, la belleza y la esperanza. No se olviden del estilo de Dios: cercanía, compasión y ternura. ¡Sigamos siempre adelante con este estilo del Señor! Les doy las gracias por lo que hacen, los bendigo a todos de corazón y les pido,  por favor, que no se olviden de rezar por mí, porque lo necesito. ¡Gracias!